Empezaremos por contar que la mayoría de mis estudiantes tiene alrededor de los 20 años y que jamás ha visto un animal entero muerto, las experiencias al respecto han llegado hasta el muslo de pollo que encuentran en las higiénicas barquetas del supermercado, o al trozo de carne que no saben ni a qué animal corresponde, ni de qué parte del animal proviene y por supuesto, ni lo quieren saber ni les importa. Esta visión provoca un shock en la mayoría. Así, en uno de los fructíferos paseos una de mis alumnas, italiana, de unos 20 años, se echó a llorar cuando vió la fila de conejos muertos y despellejados que se mostraba sin pudor en uno de los puestos. La pobre chica contó entre sollozos que su mascota era un conejo.
Superado el primer impacto vamos a por el segundo, la visión de las visceras. Sí, todo eso a lo que llamamos casquería y que hoy en día sólo se encuentra en el mercado o en la carnicería de tu barrio, por supuesto previo encargo. Sesos, corazón, riñones, hígado, callos, lenguas, rabos, patas y morros de ternera, sangre, orejas de cerdo… A algunos más que estar en un mercado les parece que son los protagonistas de una película de terror de serie B. El mismo sentimiento tendría un joven español. Las familias españolas de clase media ya no comen casquería y después de mucho pensar he encontrado algunos motivos por los que creo que esto sucede. A pesar de que en estos momentos la economía doméstica en el país no es en exceso boyante, se podría decir que en los últimos años el presupuesto familiar destinado a la alimentación ha aumentado y que muchas de las familias ya no tiene que “tirar de casquería” para llegar a fin de mes. También la dificultad, de la que hemos hablado más arriba, para encontrar este tipo de productos supone un obstáculo a la hora de incluírlos en la cesta de la compra. Por otra parte, aunque fuera fácil la adquisición del producto, ¿qué haríamos con él una vez en casa? ¿Qué porcentaje de hombres cocinillas y de mujeres madres de familia sabrían manipular el alimento? Y por último, ¿contaríamos con el tiempo necesario que el guiso requiere? Todo esto unido al colesterol que provoca la ingesta de casquería y a las hormonas que contiene, hace que ésta haya quedado relegada a la categoría de pincho, tapa o ración y que se pueda degustar sólo en los bares más tradicionales. Soy consciente de que mi generación, hijos de los niños de la guerra y de la postguerra, es la última en consumir este tipo de vianda en España.
Siguiendo con el relato que nos ocupa, y ya sobrepuestos a la segunda conmoción vamos a por la tercera. Ésta la suele descubrir el alumno más inquieto e independiente de la clase, ese que mientras tú estás explicando el proceso de desalazón del bacalao, está haciendo su propio paseo y vuelve pálido, demacrado, casi cadavérico, advirtiendo a los demás de lo que ha visto: “Hay muchos cerdos pequeñitos, muertos, juntos”. Se refiere a lo que en Segovia llaman cochinillo y aquí en Salamanca llamamos tostón, plato típico de la zona, por cierto. Todos nos dirigimos hacia el lugar de los hechos y hay alguien que ante la asombrosa visión dice horrorizado: “¡Parecen bebés!” Y en ese momento se produce una escandalera que provoca en la mayoría de los casos la mirada y la risa comprensiva de los comerciantes. Esta tercera conmoción no consiguen superarla y, normalmente, motiva la finalización de la visita.
A pesar de todos los suplicios a los que se ven sometidos a lo largo del paseo, la valoración siempre es positiva, porque son conscientes de que a una cultura también se la conoce por el estómago.
1 comentario:
Ay los cerditos, pobrecitos. ¿De verdad se sorprendieron tanto? Vaya, parece increible. ¿Tus alumnos de más de 20 también se sorprendían? Pues al menos los animalitos están detrás de una cristalera. Qué divertida tu anécdota. Y qué rico el tostón, a ver cuando vuelvo a Salamanca y me pongo morada.
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